Compartimos las palabras del primer mensaje y saludo de Monseñor Ángel Rossi en su ordenación episcopal y toma de posesión – 17 de diciembre de 2021
Gracias a todos y cada uno de ustedes.
Al Señor, que jamás me soltó de su mano, y que con sus sorpresas nunca ha permitido que me apoltrone.
A mis padres, que me enseñaron la dignidad del trabajo y la fe con gestos, a mi hermana Magdalena, verdadera compañera de camino en toda mi vida, y que atesora en su corazón cosas de mí que sólo una hermana, y hermana mayor, conoce y custodia.
Al Papa Francisco, que un día cuando era Jorge Mario Bergoglio me abrió las puertas de la Compañía de Jesús y que ahora, a pesar de mis fragilidades que él conoce, me invita a cruzar este umbral, que provoca en mí una mezcla rara de vértigo y confianza.
A la Compañía de Jesús, que me hizo jesuita, es decir un hombre pecador, y a pesar de ello llamado a ser compañero de Jesús, que me enseñó -lo cual no significa que lo haya aprendido- que allí donde hay más dolor, está siempre nuestro sitio.
A Mons. Ñañez, que en el pasarme la posta, lo hizo al modo de padre, de hermano y de amigo.
A mis hermanos, los obispos auxiliares, los curas, diáconos, religiosos y religiosas, consagrados y consagradas, que me han manifestado en este tiempo una confianza y benignidaddesmesuradas, lo cual me anima a aquello para lo que el Señor me ha puesto en este brete: a caminar con ellos, a discernir con ellos cuál sea el mayor servicio para nuestro pueblo,fruto no del mandonearlo y mirarlo de arriba, sino de escucharlo, escuchar sus cantos y escuchar el silencioso relato de quienes sufren y sienten que ya no pueden más; y agacharnos ante ellos al modo de lo que en realidad somos, o debemos ser: no príncipes, ni patrones de estancia, sino humildes peones, simples servidores de un pueblo que en dignidad siempre será más que nosotros.
Ese pueblo, verdadero maestro, encarnado en todos ustedes:familiares, amigos, compañeros de colegio, maestros y profesores,voluntarios, que -como dice Francisco- fueron imprimiendo en mi alma: sonrisas, arrugas y callos, que han dejado sus huellas en mí, reflejo de lo vivido, de lo gozado y de lo sufrido.
Sepan que para mí es un verdadero honor, no merecido, el ser escoltado, custodiado, abrazado, esta tarde en esta ceremonia por aquellos que san Alberto Hurtado llamaba “nuestros patroncitos y patroncitas”, hombres y mujeres que, como dice Doña Jovita, llegan cascoteados por la vida, y que dan sentido y engrandecen, a obras de Manos Abiertas, Hombre Nuevo, Cáritas y tantas otras.
Les ruego que pidan para mí que el Señor me dé brazos y hombros fuertes para cargar a las ovejas, mirada penetrante y compasiva para buscar y encontrar a las perdidas. Me dé esa capacidad, ese «ojo» que se necesita para ubicar siempre a la más lastimada, y por eso mismo, “la preferida» del Señor. Y la capacidad de alegrarme por la gracia de ser dispensador de la misericordia del Pastor Bueno.
Me dé una voz que sea conocida por entonar no melodías de muerte y condena, sino de vida, de misericordia, de esperanza, de consuelo en medio de las tribulaciones, una voz tanto para quienes han abrazado la fe como para quienes «no pertenecen a este rebaño» (Jn 10, 16).
Gracias a las autoridades provinciales y municipales, militares y eclesiásticas, a quienes desarrollan sus tareas desde la política, a la gente de los medios de comunicación, a los agentes de la seguridad, de la salud, voluntarios, y tantos otros que han hecho posible con su generosidad esta fiesta, y con quienes trabajaremos muy juntos, como se viene haciendo, cada vez que se trate de dar una mano, celebrar algo lindo, poner de pie, o suavizar alguna penuria de nuestra gente.
Por todo esto, una vez más, muchas gracias.